Qué alegría vivir, sintiéndose vívido

 QUÉ alegría, vivir
 sintiéndose vivido.
 Rendirse
 a la gran certidumbre, oscuramente,
 de que otro ser, fuera de mí, muy lejos,
 me está viviendo.
 Que cuando los espejos, los espías
 -azogues, almas cortas-, aseguran
 que estoy aquí, yo, inmóvil,
 con los ojos cerrados y los labios,
 negándome al amor
 de la luz, de la flor y de los nombres,
 la verdad trasvisible es que camino
 sin mis pasos, con otros,
 allá lejos, y allí
 estoy besando flores, luces, hablo.
 Que hay otro ser por el que miro el mundo
 porque me está queriendo con sus ojos.
 Que hay otra voz con la que digo cosas
 no sospechadas por mi gran silencio;
 y es que también me quiere con su voz.
 La vida -¡qué transporte ya!-, ignorancia
 de lo que son mis actos, que ella hace,
 en que ella vive, doble, suya y mía.
 Y cuando ella me hable
 de un cielo oscuro, de un paisaje blanco,
 recordaré
 estrellas que no vi, que ella miraba,
 y nieve que nevaba allá en su cielo.
 Con la extraña delicia de acordarse
 de haber tocado lo que no toqué
 sino con esas manos que no alcanzo
 a coger con las mías, tan distantes.
 Y todo enagenado podrá el cuerpo
 descansar, quieto, muerto ya. Morirse
 en la alta confianza
 de que este vivir mío no era sólo
 mi vivir: era el nuestro. Y que me vive
 otro ser por detrás de la no muerte.

 De La voz a ti debida. PEDRO SALINAS

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